Hay una tendencia, muy recurrente y que yo uso mucho en la actualidad, en la que una persona, cuando empieza a hacerse vieja y los años avanzan veloces o los cumpleaños, más que alegrar, enojan y joden, uno empieza a decir: ¡Me siento tan joven!
Si lo miro de otra forma o por otro lado lo veo, la edad es algo vano, porque lo importante no es vivir muchos años, el valor de la edad está en atesorar experiencia o ricas vivencias y la felicidad o el agrado se encuentra en lo mucho y bueno que hagas cada año.
La triste realidad es que la juventud es una enfermedad que se cura con la edad, aunque, a la vez y en verdad, esta es una dolencia de la que nadie que se quiere curar.
Me jode una barbaridad, cuando alguien me dice; ¡Qué joven estás! Pues esta es una condescendiente manera de decirme que viejo eres y por más que te empeñes nada detiene la huella del avance de la edad.
Ahora que me acerco peligrosamente a los cincuenta, estoy convencido de que muchas personas no cumplen o llegan a los ochenta porque intentan durante demasiado tiempo y se empeñan en quedarse en los cuarenta.
La verdad es que quien no tiene el espíritu para aceptar la realidad de su edad, está condenado y padecerá todas las desgracias propias de su edad. Esto se puede aplicar a quien, al superar los cuarenta, se empeña en lucir flequillo o una imposible melena, cuando la calvicie apunta el inexorable avance de la alopecia.
Si me empeño en buscar ventajas a la vejez, solo encuentro dos o tres, que se te caen los dientes y, por tanto, dejan de dolerte las muelas o el consuelo que supone la sordera por dejar de escuchar las tonterías de muchos de los que nos rodean.
Para terminar me apuntaré al carro de otra obviedad, es aquella que afirma que es feliz aquel que fue joven en su juventud y más feliz aún, aquel que supo madurar a tiempo para aceptar la senectud.
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